domingo, 31 de marzo de 2013

Detective privado

     Siempre quise ser como Jack Nicholson en "Chinatown" o como Bogart en aquella versión inolvidable de "El sueño eterno" y resolver un caso maravilloso y ligarme a la rubia de turno.

     Mis "casos maravillosos" me los traen rubias bien entradas en carnes y en años que  vienen echando veneno por la boca porque su marido se acuesta con otra.

     Claro que toda espera tiene su recompensa y mi rubia estaba frente a mí, cruzando y descruzando las hermosas piernas y mirándome con cierta desconfianza mientras parpadeaba lánguidamente.

      No puedo resistirme a los parpadeos lánguidos ni a las piernas hermosas.

      Llevaba las uñas largas, perfectamente manicuradas, color rojo fuego y un elegante traje de firma. Se notaba que el dinero le salía hasta por las orejas, adornadas por cierto con dos diamantes del tamaño adecuado.

      Lo que quería era bien sencillo, pillar a su marido en algo comprometido y sacar una buena tajada del divorcio.

      Se dió cuenta, inmediatamente, de que mi interés sobrepasaba lo profesional y sonrió como una gata ronroneante.

      Al parecer pensaba que también podría sacar algo de mí. Cosa bastante probable, debo confesar, y me recordó a esa excitante escena con Sharon Stone, mi escena fetiche.

      Retiré mi sillón, carraspeé y me apoyé en la mesa delante de ella, para que se fijara en mi falda corta y en mis largas piernas enfundadas en medias negras.

      Cierto es que no me parezco en nada a Nicholson y Bogart, pero me doy cierto aire a Lauren Bacall, cosa que a mi rubia no parece importarle en absoluto.

El Bargueño

     Fue ocurriendo poco a poco, en el lento devenir de nuestros días.
     El amor murió, lentamente, de puro aburrimiento.
     Nos lo tomamos muy civilizadamente. Nos sentamos a charlar delante de una copa de buen rioja y decidimos separarnos con una sonrisa en los labios.
     Todo fue fácil. Sus libros y los míos, mis cd's y los suyos. El ordenador se lo cedí, yo me quedé con la televisión.
     Los muebles también se repartieron sin incidencias dignas de mención.
     Todo... excepto el bargueño.
     Era un hermoso bargueño del siglo XVI que ella encontró en una cochambrosa tienda de muebles viejos escondida en una calleja de un oscuro pueblo italiano. Yo empleé horas y horas en restaurarlo minuciosa y pacientemente.
     Le dije que lo justo era que me lo quedara yo, evidentemente.
     Me contestó que quien lo había encontrado fue ella y, por lo tanto, tenía derecho indiscutible a quedárselo.
     Me reí en su cara.
     Me llamó cochino egoista.
     Empezamos a insultarnos cada vez con más saña, cada vez con más fuerza. Sacando de repente todo lo que llevábamos dentro. Años y años de insultos, de rabia contenida, salieron por nuestra boca en cuestión de minutos.
     Le di una bofetada de la que me arrepentí en seguida.
     Claro que el arrepentimiento me duró poco, justo hasta que ella me devolvió la bofetada arañándome dolorosamente con ese anillo horrible que llevaba siempre en la mano derecha.
     Del puñetazo en el ojo no me arrepentí nada de nada. Y una sonrisa malévola fue creciendo en mi cara mientras su ojo izquierdo iba hinchándose.
     Nos quedamos parados, mirándonos durante unos segundos interminables, luego fue la locura, los golpes que iban y venían.
     Ella con el rodillo de amasar, yo con la raqueta de tenis. Destrozándonos los cuerpos tanto como nos habíamos destrozado el alma.
     Ella cayó primero, como una muñeca rota, con los ojos abiertos fijos en el techo.
     Yo caí de rodillas frente al bargueño y pasé mis manos tintas en sangre por la elaborada madera.
     Mi última mirada fue para aquel mueble extraño, antiguo, oscuro, con sus diminutos cajones que habían escondido tantos secretos a lo largo de los siglos.
     Nos dijeron, vaya usted a saber si es verdad, que había pertenecido a los Borgia.