lunes, 27 de mayo de 2013

Sólo diez minutos

- Te quiero.
Nos estamos mirando a los ojos, sonrío al oírtelo decir.
- Pero no me deseas – contesto
Ríes, feliz y relajado.
- No, justo ahora, en este momento, no
- ¿No? – bromeo – Vaya.
Acostados en la enorme cama que acabamos de estrenar, convenientemente saciados, seguimos mirándonos el uno al otro.
Alzas una mano y delineas mi rostro con un dedo, deteniéndote en cada pequeña arruguita, en mis ojos, en mi boca que dibujas intentando grabarla en tu memoria.
- Pero sólo son diez minutos.
Mi mano se posa en tu mejilla acariciando la suave y poblada barba rubia. Sonrío.
- Bueno, si solo son diez minutos.
- Sólo – susurras – Y además ya han pasado cuatro.
- Pensemos en lo que hacer en estos seis minutos.
Tu dedo baja lentamente por mi cuello hasta detenerse más abajo, acariciando apenas la aureola de mis pezones.
- Ya solo nos quedan cinco en realidad.
Cierro los ojos y exhalo un pequeño jadeo de placer.
- Y mientras pasan esos terribles cinco minutos – musitas con esa hermosa voz que tanto me gusta escuchar - ¿Puedo decirte que te amo, que cada minuto contigo es algo precioso para mí, que te has convertido en una necesidad básica de la que no puedo ni quiero prescindir?
- Puedes – contesto con un hilo de voz, perdida mi mente en el placer que tus manos me provocan.
- Querida mía, tengo que confesarte que ya pasaron esos dichosos diez minutos.
Y tu peso cubre mi cuerpo llevándome de nuevo al paraíso.

El hombre del gato

Lo primero que me dijiste fue que tenías gato ¿Recuerdas? Un gato que te salió raro y al final tuvo gatitos. Y lo decías riendo quedamente con una sonrisa que empezaba en tu boca y subía hasta tus ojos pequeños, oscuros y vivaces.
Te gustaba hablar después de hacer el amor, y me abrazabas e inconscientemente rascabas mi nuca, y yo ronroneaba de puro placer.
Algunas veces creo que no sabías muy bien a quien de las dos acariciabas, cuando ensimismado nos pasabas la mano por el lomo, y nuestra piel se erizaba y nos quedábamos muy quietecitas, sintiendo.
Desde que no estás, vagamos por la casa buscándote, habitación por habitación. Desconcertadas, tratando de entender.
Y nos enroscamos en el sofá con la mirada prendida en la puerta.
Volverás.
Lo sabemos.
La gata y yo. 

miércoles, 15 de mayo de 2013

En el bosque del gnomo


Cuando ríe echa la cabeza hacia atrás y su roja cabellera destella al sol. La deseo tanto que me duele.

Desde la última rama del viejo olmo observo cómo se baña en mi lago, cómo su cuerpo perfecto entra en contacto con el agua sagrada.

La deseo tanto que mi cuerpo arde de fiebre. Y ella lo sabe.

Los gitanos acampan en mi bosque y ella es mi trampa. Y yo me dejo atrapar.

Irrumpen en mi santuario, cazan mis animales, roban mis plantas, ríen a carcajadas salvajes y atruenan el silencio. Amenazan mi entorno. 

Pero yo solo puedo fijar mis ojos en sus pechos que se yerguen desafiándome, en el montículo oscuro que corona sus piernas de bronce, en sus labios rojos que prometen placeres, en sus ojos violetas que son como lagos profundos de misterios antiguos.

Y mis ojos se llenan de sal cuando la veo bailar al ocaso, cuando manos extrañas profanan su cuerpo. Y aprieto fuerte mis mandíbulas por miedo a gritar mi angustia.

Y ella mira hacia arriba y sonríe con sabiduría milenaria. 

jueves, 2 de mayo de 2013

BLANCO NEGRO DOS CUATRO

Blanco negro dos cuatro
dos cuatro seis
cuatro lados
blanco inmaculado
inspirar exhalar
ocho diez doce
mi cabeza es un cuadrado
un bargueño ajado
inspirar exhalar
primera fila segundo cajón:
mi infancia asesinada
tire la llave doctor
catorce dieciseis dieciocho
segunda fila tercer cajón:
las lágrimas desbordan como el agua sucia
inspirar exhalar
ojos negros azules grises glaucos
todos en la tercera fila
primer segundo y tercer cajón
dieciseis catorce doce
inspirar exhalar
inspirar exhalar
diez ocho seis
doctor mis manos
nunca están limpias
heridas sangrantes
en el cuarto cajón de la quinta fila
cuatro, dos
cuatro, dos
quiero que mi cabeza sea nueva
vaciar los cajones
inspirar, exhalar
cuatro, dos
cero.

lunes, 1 de abril de 2013

La casa triste

Siempre me gustó esta casa. Y ella gustó de nosotros. Tú siempre reías cuando yo decía eso. Pero yo lo sentía así.

Todavía puedo notarlo. La profunda tristeza que impregna el interior. El recuerdo de lo sucedido.

"Su marido murió aquí ¿verdad?"

Las palabras me sobresaltan, por un momento olvidé que no estoy sola. Me mira con unos extraños ojos de búho que no parecen parpadear nunca. Es la mujer que ha venido a ver la casa, la que dice estar interesada en comprarla.

"Sí, murió aquí", contesto.

Y se queda mirándome fijamente esperando. Le devuelvo la mirada impertérrita y sigo callada, ignorando su muda pregunta.

Estoy tan cansada de esas miradas, de las palabras que no se pronuncian, de los murmullos a mi paso. He decidido irme lejos. Y no volver nunca. Intentar olvidar.

"Naturalmente, habrá que cambiarlo todo" dice ella por fin.

Siento un estremecimiento.

"¿Cambiar? ¿Cambiar qué?"

"Pues ya se lo he dicho, absolutamente todo, querida mía. Los muebles son demasiado grandes y pesados, tan viejos. El suelo, el color de las paredes, tirar algún tabique y, por supuesto, la cocina. Francamente, no sé cómo se apañaban ustedes, pero parece la cocina de mi abuelita. Todo muy antiguo, a mí me gusta lo moderno, lo liviano, lo claro".

Acaricio inconscientemente mis muebles, oscuros, antiguos, cómodos, confortables.

La alacena del siglo XIX que tanto te gustaba , el fogón que calentaba nuestras noches.

Todas y cada una de las cosas que fuimos buscando, encontrando y atesorando entre risas, caricias y besos.

Miro esos ojos de búho que me observan con interés , con pena, con triunfal compasión.

"Digales a los del pueblo que no me voy, que no me iré nunca" digo.

Siento a mi alrededor el cálido abrazo de una amiga, el suave susurro de bienvenida de las cosas que amo.

¿Recuerdas?

     Algunas veces te miro y trato de imaginar lo que hubiera sido de mi vida sin tí. Y es difícil porque casi desde que recuerdo tú estás presente.

     Nos conocimos de niños ¿Te acuerdas? El día en el que llegó el camión con todas vuestras cosas y bajaste al mismo tiempo que el viejo sillón verde de tu abuelo, y me miraste con esos ojos glaucos que tanto me han admirado siempre. Sonreiste con picardía al ver mis trenzas tiesas de puro apretadas y pude sentir el tirón que me dio tu pensamiento. Y en aquel momento quedamos irremediablemente unidos por un hilo invisible pero irrompible. Y desde entonces hemos estado juntos, excepto cuando hiciste el Servicio Militar, que te destinaron lejísimos y nos escribíamos todos los días unas largas cartas en las que no decíamos nada y nos lo decíamos todo.

     Y otra vez más, cuando perdimos la tienda y nos llenamos de deudas y tú te fuiste, como muchos españoles, camino de un trabajo fuera que nos pudiera ayudar a sacar la cabeza del agua de nuevo. Y aquí me quedé yo, porque teníamos a Martita y venían dos en camino y yo no podía viajar. Aguantando a tu madre y a la mía, que no sé cuál de las dos era más pesada.

     ¡Cuántas cosas hemos pasado juntos, querido mío, cuántas risas y cuántas lágrimas!

     Todavía puedo sentir tus brazos, tu boca posesiva, tu risa queda en mi oído, tu piel en mi piel.

     Me dijeron que era como si fueras desconectando poco a poco. Que no sufrías, que no te enterabas de lo que te sucedía." Ya sabe usted", decían, "este mal es piadoso con los que lo sufren, pierden la capacidad de razonar y recordar y yo le aseguro a usted..."

     "No me asegure nada, llevo 75 años mirándome en esos ojos. No hay nada que usted pueda decir que yo no sepa"

     Y nos fuimos a casa andando a pasitos lentos, cogidos del brazo.

     Y todos los días te siento frente a mí, en tu sillón preferido desgastado por el tiempo, y yo hago delante de tí las trenzas que tanto te gustaba deshacer y me miro en tus ojos como siempre lo he hecho, y digan lo que digan, todavía de vez en cuando, muy de vez en cuando, siento esa mirada pícara sobre mi y ese tirón de pelo que aquella vez, tanto tiempo atrás, no te atreviste a dar.

domingo, 31 de marzo de 2013

Detective privado

     Siempre quise ser como Jack Nicholson en "Chinatown" o como Bogart en aquella versión inolvidable de "El sueño eterno" y resolver un caso maravilloso y ligarme a la rubia de turno.

     Mis "casos maravillosos" me los traen rubias bien entradas en carnes y en años que  vienen echando veneno por la boca porque su marido se acuesta con otra.

     Claro que toda espera tiene su recompensa y mi rubia estaba frente a mí, cruzando y descruzando las hermosas piernas y mirándome con cierta desconfianza mientras parpadeaba lánguidamente.

      No puedo resistirme a los parpadeos lánguidos ni a las piernas hermosas.

      Llevaba las uñas largas, perfectamente manicuradas, color rojo fuego y un elegante traje de firma. Se notaba que el dinero le salía hasta por las orejas, adornadas por cierto con dos diamantes del tamaño adecuado.

      Lo que quería era bien sencillo, pillar a su marido en algo comprometido y sacar una buena tajada del divorcio.

      Se dió cuenta, inmediatamente, de que mi interés sobrepasaba lo profesional y sonrió como una gata ronroneante.

      Al parecer pensaba que también podría sacar algo de mí. Cosa bastante probable, debo confesar, y me recordó a esa excitante escena con Sharon Stone, mi escena fetiche.

      Retiré mi sillón, carraspeé y me apoyé en la mesa delante de ella, para que se fijara en mi falda corta y en mis largas piernas enfundadas en medias negras.

      Cierto es que no me parezco en nada a Nicholson y Bogart, pero me doy cierto aire a Lauren Bacall, cosa que a mi rubia no parece importarle en absoluto.

El Bargueño

     Fue ocurriendo poco a poco, en el lento devenir de nuestros días.
     El amor murió, lentamente, de puro aburrimiento.
     Nos lo tomamos muy civilizadamente. Nos sentamos a charlar delante de una copa de buen rioja y decidimos separarnos con una sonrisa en los labios.
     Todo fue fácil. Sus libros y los míos, mis cd's y los suyos. El ordenador se lo cedí, yo me quedé con la televisión.
     Los muebles también se repartieron sin incidencias dignas de mención.
     Todo... excepto el bargueño.
     Era un hermoso bargueño del siglo XVI que ella encontró en una cochambrosa tienda de muebles viejos escondida en una calleja de un oscuro pueblo italiano. Yo empleé horas y horas en restaurarlo minuciosa y pacientemente.
     Le dije que lo justo era que me lo quedara yo, evidentemente.
     Me contestó que quien lo había encontrado fue ella y, por lo tanto, tenía derecho indiscutible a quedárselo.
     Me reí en su cara.
     Me llamó cochino egoista.
     Empezamos a insultarnos cada vez con más saña, cada vez con más fuerza. Sacando de repente todo lo que llevábamos dentro. Años y años de insultos, de rabia contenida, salieron por nuestra boca en cuestión de minutos.
     Le di una bofetada de la que me arrepentí en seguida.
     Claro que el arrepentimiento me duró poco, justo hasta que ella me devolvió la bofetada arañándome dolorosamente con ese anillo horrible que llevaba siempre en la mano derecha.
     Del puñetazo en el ojo no me arrepentí nada de nada. Y una sonrisa malévola fue creciendo en mi cara mientras su ojo izquierdo iba hinchándose.
     Nos quedamos parados, mirándonos durante unos segundos interminables, luego fue la locura, los golpes que iban y venían.
     Ella con el rodillo de amasar, yo con la raqueta de tenis. Destrozándonos los cuerpos tanto como nos habíamos destrozado el alma.
     Ella cayó primero, como una muñeca rota, con los ojos abiertos fijos en el techo.
     Yo caí de rodillas frente al bargueño y pasé mis manos tintas en sangre por la elaborada madera.
     Mi última mirada fue para aquel mueble extraño, antiguo, oscuro, con sus diminutos cajones que habían escondido tantos secretos a lo largo de los siglos.
     Nos dijeron, vaya usted a saber si es verdad, que había pertenecido a los Borgia.